No soy una mujer afgana, pero sí una ecuatoriana, que al pensar en ellas no puede evitar llorar. He podido elegir mi fe, mi dogma y la espiritualidad que deseo profesar, con libertad. Cada día puedo elegir el tipo de vestimenta que quiero usar. He podido viajar, estudiar y soñar, sin que nada ni nadie límite mis anhelos, por más altos, ambiciosos e inalcanzable que estos parezcan, a la mirada de quienes me ven crecer.
No soy una madre afgana, pero sí una ecuatoriana, que al pensar en ellas miro a mi hija que crece sin restricciones, prohibiciones o limitaciones ideológicas. Tiene vida, libertad y libre albedrío para hacer su camino, incluyendo los inevitables tropiezos, caídas y puestas de pie. Entonces, no comprendo como en el mismo planeta, la diversidad del pensamiento hace que algunos vayan a extremos violentos y coercitivos.
No soy una mujer afgana, pero sí una ecuatoriana, que le duele saber que algunos lugares se ha detenido el tiempo, el desarrollo socioeconómico no es el mismo y, al parecer, las esperanzas mueren con cada niña, adolescente o mujer que es forzada al encierro, al silencio y a la sumisión, quedando pocas opciones: obedecer, huir o escapar sin mirar atrás, dejando lo poco con el manto cómplice de la noche.
No soy una madre afgana, pero sí una ecuatoriana, que le duele saber como otras madres prefieren entregar pequeñas, en manos de algún desconocido, con el propósito de que sobrevivan a un mañana fuera de toda forma de opresión, persecución e ignominia. En verdad, debe ser desgarrador no volverlas a ver jamás o quien sabe algún día, cuando al final del horizonte se descubran con tan solo mirarse.
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