Tengo una lista infinita de deudas
pendientes que no me alcanzaría la vida para pagarte. Me declaro deudor(a)
eterno(a), sin posibilidad de saldar mi compromiso. Una vida en banca rota y
aun sabiendo aquello, no doy todo lo que tengo, sigo pidiendo más y más y tú
entregando más y más. Tú, nuestro acreedor amoroso: no exiges, no presionas, no
demandas, no estableces causas procesales y no embargas, sino que esperas con
paciencia que te entregue aquello que para otros es insignificante, mas para ti
lo más preciado: mi corazón.
Este corazón que anhelas feliz y pleno,
por eso me entregaste la vida, la libertad y el libre albedrío, para que sea yo
quién tome las decisiones de mi camino.
Este corazón que los humanos insistimos
en apresarlo, apegándonos a cosas materiales, propósitos vacíos o sentimientos
negativos que nos hacen tanto daño.
Este corazón por el cual entregaste tu
vida en el calvario, cargando una pesada cruz, por el cual “el verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros” (Juan 1:14)
Tú, amado Cristo, conjugaste de manera
perfecta las palabras y los hechos, enseñándome desde el amor que ambos van de
la mano.
Tú, Jesús de Nazaret, sabes que a más
de ver y sentir el ser humano necesita también escuchar, el mensaje que viene
del cielo, llamado: salvación y vida eterna.
Tú, mesías esperado, me enseñaste que un te amo pierde sentido sin una acción y que una acción necesita un te amo para ser sincera, profunda y fértil.
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