Hoy, no quiero continuar mi actividad diaria, sin llenar mi vasija; este recipiente, no tiene nada que ver con mi cuerpo, sino con mi alma. Alma que me dice, que hable con el Creador, que alimente mi vida en el espíritu y que "como el ciervo que brama por las corrientes de las aguas, así clame por Dios, hoy, el alma mía" (Salmos 42:1)
Porque es bueno llorar ante la presencia del Eterno, al realizar una oración; y, es oportuno soltar las preocupaciones, todas esas cargas, hacer las paces con nosotros mismos, y con el mundo, se trata de vaciar lo que no deba estar ahí, cohabitando con nuestro ser interno, siempre frágil, delicado y sensible.
Elevar nuestras peticiones, sin olvidarnos de agradecer por quienes están junto a nosotros y por todo lo que podemos tener, incluso sin merecer.
Esta vasija, necesita estar llena para poder derramar gracia y bendición a quién lo necesite, contenida de escucha, discernimiento, consuelo, consejos, palabras de aliento, oraciones, sonrisas, lágrimas y otros actos de amor, bondad y actitud cristiana, que demuestren que hay esperanza para la humanidad.
En este momento, puedo comparar mi vida a una vasija en manos del alfarero, una pieza de mucho cuidado, difícil de moldear, con grietas que han sido reparadas, selladas al calor del fuego de la experiencia y que permiten contener los dones y las gracias del Espíritu Santo, al servicio de los demás.
Por esto, quizá en estos días, será oportuno revisar nuestras vasijas, para: vaciarlas, repararlas y llenarlas, pues debemos ser "sal y luz del mundo" (Mt. 5, 13-16), "agua viva", desde nuestro discipulado en Cristo, "camino, verdad y vida" (Juan 14, 6)
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