Con qué autoridad le diría: “saluda”, “presta atención”, “esa palabra es inadecuada”, “evita gritar”, “no golpees”; sin embargo, siento que se me olvida que alguna vez también fui niña. Aquella niña que aprendió en el camino a leer, a escribir y calcular, que vuelve a recordar y a cursar la escuela, ahora acompañando a su pequeña.
Me he convertido en una adulta que olvidó las veces que sus líneas rectas se volvieron curvas y ahora se frustra cuando su hija no entiende que la línea inclinada deberá pasar por el centro de los cuadros, que las letras deben respetar los límites y espacios, que la sílaba “ma” no sueña “pa” ni que “be” no se escribe “de”. No dejo de increpar: “presta atención, es hora de estudiar”, mientras ella no deja de colorear dibujos y habla sin parar. Todo se vuelve una revolución, mientras una mamá más cae en la frustración, hasta que tengo que reconocer que no hay perfección; y, así entender, que ella al igual que lo fui yo es una niña más y que me tocará, como adulta, una vez más encontrar otro medio para intentar encaminar a la pequeña, que ahora me toca guiar.
No tengo en mis manos mis cuadernos de escuela, porque una imagen habla más que mil palabras, así que intentaré cada vez que vaya a perder mi paciencia, cerrar mis ojos, respirar profundo y recordar los instantes borrosos en que la adulta exigente, era una niña que también aprendía día a día, paso a paso, a través del ensayo y error.
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