Mireya Patricia Bernal (coautora) - Adrián Felipe Vásquez (coautor/editor)
Cuando era niña, en mi patio había un árbol de pequeñas mandarinas,
los vecinos al verlo cargado del fruto, nos pedían, también nosotros
disfrutábamos de aquellos pequeños y agridulces cítricos.
En la casa del frente, había un árbol de capulí y las
vecinas de junto tenían un extenso terreno con otros frutales, como: duraznos,
reina claudias, manzanas, peras, aguacates, sin dejar de mencionar un variado
número de legumbres y hortalizas. Generosamente, de lo dado con abundancia de
la fértil tierra, nos compartían y compartíamos: cilantro, perejil, manzanilla,
frejol, maíz, arveja, tomate de árbol, babaco y otros sabrosos alimentos.
Hoy, a pesar del paso del tiempo, la modernidad y la
extinción de los huertos caseros, pocas de esas plantas aún se sostienen en
pie, resalta el resistente árbol de higos y una que otra mata como la del ají,
todo lo demás ha ido desapareciendo, por falta de es quien les brinde: la
esperanzadora siembra, los esmerados cuidados y la gratificante cosecha.
Así, desapareció el árbol de manzana de la casa esquinera,
el capulí del frente y en los terrenos de las vecinas del lado, colmados de
otras frutas y verduras. Ahora, las construcciones ocupan el terreno y han
reemplazado de gris cemento, colorado ladrillo y brillantes tejas los verdes,
amarrillos, rojos, naranjas, violetas y la extensa gama acuarela de la madre
naturaleza.
No sé si subsista algún recuerdo parecido en la mente de
quienes como yo crecieron respirando aire puro, disfrutando del azul cielo y
viendo verdor alrededor de las montañas, las cuencas y los valles.
Ahora, que la humanidad atraviesa una de las mayores
crisis sanitarias de las últimas décadas, que ha incido en todos los demás
sectores de la sociedad del siglo XXI, nos damos cuenta de lo fundamental de la
agricultura, la ganadería y las otras actividades del campo y del arduo trabajo
del campesino, del valor de cuidar la Tierra y de aprovechar su siempre
generosa donación al hombre.
No podemos comer ni beber menos vivir de bloques o
ladrillos, cemento o asbesto, maderas o metales de las viejas casonas
señoriales o los enormes edificios; sin embargo, estamos llenos de ellos, sea o
no una ciudad pequeña. La postmodernidad, la industrialización y la
globalización han colocado colores y olores engañosos, artificiales y, sin
duda, de espejismo al mundo.
Hoy, quisiéramos tener en mi casa sembrado, aunque sea, en
una maceta: el cilantro, que tanto gusto le da a las comidas y que cuando falta:
siento que los alimentos están incompletos sin ese característico toque.
Hoy, extraño las manzanas silvestres, porque las importadas,
aunque de bonita apariencia y color, no tienen el mismo sabor.
Hoy, anhelo probar el capulí y poder adquirir el kilo de
frutas, que hace muchos años atrás vendían en los mercados, porque la
producción era grande y, cómo no, recibir de las vecinas los dulces que
compartían, con la llegada del carnaval. Me entristece el mirar que en aquellos
lugares donde tomábamos en abundancia, desde su lugar de origen, simplemente ya
no existe. Nos hemos acostumbrado a lo fácil y damos preferencia a comprar no
al productor sino a los intermediarios o a las grandes industrias alimenticias,
fijándonos en apariencias, no el origen, la calidad y lo orgánico de los
productos.
Hace unos días, una vecina ofreció frejol, choclo arveja,
otra ofreció miel de abejas y un tercero pollo, carnes, peces y mariscos, todos
de origen artesanal y aunque su costo es un tanto mayor, no me arrepentí, al
contrario, me sentí feliz al mirar lo fresco de los alimentos y buen sabor que
tenían.
La enseñanza detrás de todo esto, valorar el único
planeta, por tanto, la única casa que tenemos; y, a más minúsculo nivel, que no
es necesario acudir a las grandes cadenas comerciales, que hay muchos productores
productos locales que se encuentran a nuestro alcance y que al adquirirlo
apoyamos lo nuestro e incluso puede llegar a otros sí apoyamos la microempresa.
Sería bueno, en este lapso de confinamiento: sembrar, en
aquellos recipientes que incluso pensábamos en votar: tarrinas, botellas u
otros envases de plástico, vidrio o cualquier materia prima, creando un sitio
en casa destinado a este fin y a este privilegio más allá de sus obvios
beneficios. Es hora de volver a lo sano, a lo ecológico, a lo verde. Además,
pienso cuán enriquecedor sería volver a las viejas, pero buenas costumbres del
dar, recibir y compartir, del trueque y de la economía comunitaria, invitados
todos.
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