sábado, 9 de mayo de 2020

El huerto


Mireya Patricia Bernal (coautora) - Adrián Felipe Vásquez (coautor/editor)

Cuando era niña, en mi patio había un árbol de pequeñas mandarinas, los vecinos al verlo cargado del fruto, nos pedían, también nosotros disfrutábamos de aquellos pequeños y agridulces cítricos.

En la casa del frente, había un árbol de capulí y las vecinas de junto tenían un extenso terreno con otros frutales, como: duraznos, reina claudias, manzanas, peras, aguacates, sin dejar de mencionar un variado número de legumbres y hortalizas. Generosamente, de lo dado con abundancia de la fértil tierra, nos compartían y compartíamos: cilantro, perejil, manzanilla, frejol, maíz, arveja, tomate de árbol, babaco y otros sabrosos alimentos.

Hoy, a pesar del paso del tiempo, la modernidad y la extinción de los huertos caseros, pocas de esas plantas aún se sostienen en pie, resalta el resistente árbol de higos y una que otra mata como la del ají, todo lo demás ha ido desapareciendo, por falta de es quien les brinde: la esperanzadora siembra, los esmerados cuidados y la gratificante cosecha.

Así, desapareció el árbol de manzana de la casa esquinera, el capulí del frente y en los terrenos de las vecinas del lado, colmados de otras frutas y verduras. Ahora, las construcciones ocupan el terreno y han reemplazado de gris cemento, colorado ladrillo y brillantes tejas los verdes, amarrillos, rojos, naranjas, violetas y la extensa gama acuarela de la madre naturaleza. 

No sé si subsista algún recuerdo parecido en la mente de quienes como yo crecieron respirando aire puro, disfrutando del azul cielo y viendo verdor alrededor de las montañas, las cuencas y los valles.

Ahora, que la humanidad atraviesa una de las mayores crisis sanitarias de las últimas décadas, que ha incido en todos los demás sectores de la sociedad del siglo XXI, nos damos cuenta de lo fundamental de la agricultura, la ganadería y las otras actividades del campo y del arduo trabajo del campesino, del valor de cuidar la Tierra y de aprovechar su siempre generosa donación al hombre.

No podemos comer ni beber menos vivir de bloques o ladrillos, cemento o asbesto, maderas o metales de las viejas casonas señoriales o los enormes edificios; sin embargo, estamos llenos de ellos, sea o no una ciudad pequeña. La postmodernidad, la industrialización y la globalización han colocado colores y olores engañosos, artificiales y, sin duda, de espejismo al mundo.    

Hoy, quisiéramos tener en mi casa sembrado, aunque sea, en una maceta: el cilantro, que tanto gusto le da a las comidas y que cuando falta: siento que los alimentos están incompletos sin ese característico toque.
Hoy, extraño las manzanas silvestres, porque las importadas, aunque de bonita apariencia y color, no tienen el mismo sabor.

Hoy, anhelo probar el capulí y poder adquirir el kilo de frutas, que hace muchos años atrás vendían en los mercados, porque la producción era grande y, cómo no, recibir de las vecinas los dulces que compartían, con la llegada del carnaval. Me entristece el mirar que en aquellos lugares donde tomábamos en abundancia, desde su lugar de origen, simplemente ya no existe. Nos hemos acostumbrado a lo fácil y damos preferencia a comprar no al productor sino a los intermediarios o a las grandes industrias alimenticias, fijándonos en apariencias, no el origen, la calidad y lo orgánico de los productos.

Hace unos días, una vecina ofreció frejol, choclo arveja, otra ofreció miel de abejas y un tercero pollo, carnes, peces y mariscos, todos de origen artesanal y aunque su costo es un tanto mayor, no me arrepentí, al contrario, me sentí feliz al mirar lo fresco de los alimentos y buen sabor que tenían.

La enseñanza detrás de todo esto, valorar el único planeta, por tanto, la única casa que tenemos; y, a más minúsculo nivel, que no es necesario acudir a las grandes cadenas comerciales, que hay muchos productores productos locales que se encuentran a nuestro alcance y que al adquirirlo apoyamos lo nuestro e incluso puede llegar a otros sí apoyamos la microempresa.

Sería bueno, en este lapso de confinamiento: sembrar, en aquellos recipientes que incluso pensábamos en votar: tarrinas, botellas u otros envases de plástico, vidrio o cualquier materia prima, creando un sitio en casa destinado a este fin y a este privilegio más allá de sus obvios beneficios. Es hora de volver a lo sano, a lo ecológico, a lo verde. Además, pienso cuán enriquecedor sería volver a las viejas, pero buenas costumbres del dar, recibir y compartir, del trueque y de la economía comunitaria, invitados todos.

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